Comentario
CAPÍTULO XIV
LO QUE ORDENARON LOS CAPITANES Y SOLDADOS DE LAS DOS CARABELAS
Volviendo a nuestro cuento, es así que el capitán Juan Gaytán, sintiendo que la carabela había tocado en tierra, o por el enojo que tenía de la contradicción que los soldados le habían hecho, o por presumir de tener experiencia, que en semejantes peligros era menos peligroso saltar a la mar por la popa que por otra parte alguna del navío, se arrojó por ella al agua y, al salir arriba, tocó con las espaldas en el timón, y, como iba desnudo, se hirió y lastimó en ellas malamente. Todos los demás soldados quedaron en la carabela, la cual del primer golpe que dio en tierra, como las olas fuesen tan grandes, cuando la resaca volvió a la mar quedó más de diez pasos fuera del agua, mas, volviendo las olas a la combatir, la trastornaron a una banda.
Los que iban dentro saltaron luego al agua, que para andar en ella no les estorbaba la ropa. Unos acudieron por un lado y otros por otro a enderezar la carabela y tenerla derecha, porque con los golpes de las olas no se anegase. Otros entendieron en descargar el maíz y echar fuera la carga que traía. Otros la llevaron a tierra. Con esta diligencia en brevísimo tiempo la descargaron toda y, como quedase liviana, y con la ayuda de los golpes que las olas en ella daban, fácilmente la pusieron en seco llevándola casi en peso y la apuntalaron para la volver al agua si adelante fuese menester.
Lo mismo que pasó en la carabela del tesorero Juan Gaytán pasó en la de los capitanes Juan de Alvarado y Cristóbal Mosquera, la cual dio en la costa apartada de la otra como dos tiros de arcabuz, y con la misma diligencia y presteza que a la compañera, la descargaron y sacaron a tierra. Y los capitanes y soldados de los dos bergantines, viéndose libres de la tormenta y peligros del mar, se enviaron luego a visitar los unos a los otros y a saber cómo les hubiese sucedido en el naufragio. El mensajero de la una salió al mismo punto que el de la otra, como si hubieran hecho señas, y se toparon en medio del camino y, trocando los recaudos de la demanda y respuesta, se volvió cada cual a los suyos con la buena relación de todos, de que los unos y los otros hubieron mucho regocijo y dieron gracias a Dios que los hubiese librado de tanto trabajo y peligro. Mas el no saber qué hubiese sido del gobernador y de los demás compañeros les daba nueva congoja y cuidado, por ser cosecha propia de la naturaleza humana que apenas hayamos salido de una miseria cuando nos hallemos en otra.
Para tratar lo que les conviniese hacer en aquella necesidad se juntaron luego los tres capitanes y los soldados más principales de ambas carabelas, y entre todos acordaron sería bien que luego aquella noche fuese algún soldado diligente a saber del gobernador y de las carabelas que habían visto subir por el estero o río, y a darle cuenta del suceso de los dos bergantines. Mas, considerando el mucho trabajo que con la tormenta de la mar habían pasado y que en más de veinte y ocho horas que había que la tormenta se levantó no habían comido ni dormido y que, después que salieron de la mar, aún no habían descansado siquiera media hora, no osaban nombrar alguno que fuese, porque les parecía gran crueldad elegirlo para nuevo trabajo y no menor temeridad enviarlo a que tan manifiestamente pereciese en el viaje, porque había de caminar aquella misma noche trece o catorce leguas que al parecer de ellos había desde allí hasta donde habían visto subir las carabelas, y había de ir por tierra que no conocía ni sabía si por el camino había otros ríos o esteros, o si estaba segura de enemigos, porque, como se ha dicho, no sabían en qué región estaban.
A la confusión de nuestros capitanes y soldados, y a las dificultades de los trabajos y peligros propuestos, venció el generoso y esforzado ánimo de Gonzalo Cuadrado Jaramillo, de quien hicimos particular mención el día de la gran batalla de Mauvila, el cual, poniéndose delante de sus compañeros, dijo: "No embargante los trabajos pasados ni los que de presente con el eminente riesgo de la vida se ofrecen, me ofrezco a hacer este viaje por el amor que al general tengo, porque soy de su patria, y por sacaros de la perplejidad en que estáis, y protesto caminar toda esta noche y no parar hasta amanecer mañana con el gobernador o morir en la demanda. Si hay otro que quiera ir conmigo y, no lo habiendo, digo que iré solo."
Los capitanes y soldados holgaron mucho de ver este buen ánimo, al cual quiso semejar el de otro valiente castellano llamado Francisco Muñoz, natural de Burgos, el cual, saliendo de entre los suyos y poniéndose al lado de Gonzalo Cuadrado Jaramillo, dijo que a vivir o a morir quería acompañarle en aquel viaje. Luego al mismo punto, sin dilación alguna, les dieron unas alforjuelas con un poco de maíz y tocino, lo uno y lo otro mal cocido, porque aún no habían tenido tiempo para cocerlo bien. Con este buen regalo y apercibidos con sus espadas y rodelas y descalzos, como hemos dicho que andaban todos, salieron a una hora de la noche estos dos animosos soldados y caminaron toda ella llevando por guía la orilla de la mar porque no sabían otro camino, donde los dejaremos por decir lo que entre tanto hicieron sus compañeros.
Los cuales, luego que los despacharon se volvieron a sus carabelas y en ellas durmieron con centinelas puestas, porque no sabían si estaban en tierra de enemigos o de amigos. Y, luego que amaneció, volviéndose a juntar, eligieron tres cabos de escuadra que con cada veinte hombres fuesen por diversas partes a descubrir y saber qué tierra fuese aquélla. Llamámoslos cabos de escuadra y no capitanes por la poca gente que llevaban. El uno de ellos se llamaba Antonio de Porras, el cual fue por la costa adelante al mediodía; y el otro, que había nombre Alonso Calvete, fue por la misma costa hacia el norte, y Gonzalo Silvestre fue la tierra adentro al poniente. Todos fueron con orden que no se alejasen mucho porque los que quedaban pudiesen socorrerles si lo hubiesen menester. Cada uno de ellos fue con mucho deseo de traer buenas nuevas por su parte.